jueves, 5 de septiembre de 2013

¿Por qué hacen falta dos para criar a un bebé?





Parafraseando a Albert Einstein, podemos afirmar sin riesgo a equivocamos que la naturaleza no se dedica a jugar a los dados. Nada de lo que sucede ahí afuera de forma natural es casual o gratuito. Cada manifestación tiene su razón de ser, cada accidente encierra su porqué y esto, que es fácil de medir en el entorno de la física de partículas, funciona con similar eficacia en el terreno de la biología y en el comportamiento de los seres vivos. No porta el caracol su casita en espiral por capricho, sino porque cada sección de esa espiral representa una cámara que el animal cerró a medida que iba creciendo; ni es azaroso que las pipas de una flor de girasol se distribuyan siguiendo la perfecta pauta geométrica que marca el número áureo, lo que le permite aprovechar mejor los rayos del sol. De igual modo, no es forzada, ni responde a dogmas impuestos por la cultura la mayoritaria inclinación que manifiesta el ser humano hacia la monogamia, o al menos hacia el mantenimiento de relaciones monógamas sucesivas en el tiempo, a pesar de ser esta opción bastante infrecuente entre los mamíferos, y ya no digamos en todo el reino animal. 

Antropólogos, primatólogos, paleontólogos, genetistas y biólogos evolucionistas han convenido en afirmar que detrás de este instinto fiel del  homo sapiens se esconden poderosas razones de tipo evolutivo y morfológico. Dicho resumidamente: nacemos a medio hacer y son necesarios dos adultos para garantizar la supervivencia del bebé. El grado de fragilidad y vulnerabilidad con el que un recién nacido ve la luz por primera vez no se parece al que manifiesta ninguna otra especie animal. Nosotros, ni rompemos el cascarón y salimos piando detrás de la mamá gallina, ni somos capaces de ponemos en pie como hace cualquier cuadrúpedo nada más abandonar el vientre materno. Un bebé humano requiere de infinitas más atenciones que ningún otro animal, y esto es así no por casualidad, sino debido a la elevada complejidad y el mayor tamaño que tiene el cerebro humano respecto al del resto de mamíferos. Precisamente, por ser criaturas más evolucionadas, nuestra fase de entrenamiento y formación es necesariamente más lenta y prolongada en el tiempo. 

Al final, detrás de esta historia sólo hay un prosaico asunto de huecos y espacios, casi como si habláramos del maletero de un coche. A medida que nuestra tendencia a mantenemos de pie se iba imponiendo a lo largo de la evolución, la pelvis se estrechaba cada vez más, condición indispensable para sostener erguido el tronco sobre las dos extremidades inferiores. La nueva estructura ósea pélvica de las hembras homínidas suponía una mayor dificultad a la hora de parir, pues el canal de salida de la cría era cada vez más estrecho. Esto sucedía mientras el cerebro de los neonatos era cada vez mayor, proceso que se disparó hace al menos dos millones y medio de años. ¿Cómo hacer pasar un cráneo más voluminoso por un hueco menor? La evolución resolvió este problema tirando por el camino de en medio: los bebés empezaron a nacer cada vez más prematuramente, de modo que sus cráneos pudieran salir del vientre materno antes de que aumentaran de tamaño. No olvidemos que la masa encefálica de un recién nacido duplica su tamaño en los primeros meses de vida. 

Necesariamente, este estado precario de los neonatos exigía una mayor inversión de energía por parte de sus cuidadores, una tarea demasiado grande para dejada en manos de uno solo de los progenitores. De la presencia conjunta de la madre y el padre de la criatura dependía su supervivencia. Al fin último -la propagación de los genes propios-le traía a cuenta que empezáramos a vivir en pareja. 

Esto es lo que opinan Judith Lipton, psiquiatra del Swedish Medical Center de Washington, y David Barash, psicólogo de la Universidad de Washington. Tras estudiar cómo se organizan las parejas estables en el reino animal para documentar su libro El mito de la monogamia, observaron que la variedad sexual es algo que atrae a machos y a hembras, pero dedujeron que, probablemente, este deseo ha evolucionado durante millones de años de selección natural cuando se comprobó que encontrar pareja estable era beneficioso para ambos y, sobre todo, para la futura crianza. 

De lo que se trata es de multiplicar todo lo que se pueda el propio mensaje genético, pero también de hacerlo con las más óptimas garantías de supervivencia y eligiendo siempre aquellos cruces genéticos que mejor van a poder adaptarse al entorno. Con ser poco frecuente entre los mamíferos, la monogamia no es exclusiva de los humanos. Pero si nos fijamos en el resto de especies que también la practican, siempre encontramos fuertes razones de peso, en términos de supervivencia genética, para elegir la vida en pareja estable frente al cambio compulsivo de compañía. 

En el caso de los humanos, los beneficios de la monogamia para la crianza trascienden los de la pura supervivencia. En estos primeros meses y años de vida es cuando el recién llegado construye su plantilla afectiva, sobre la que se elevará todo el edificio de emotividad con el que habrá de manejarse de adulto, y tener presentes en esos momentos las referencias de las figuras materna y paterna influye notablemente en su correcta adopción de patrones de comportamiento. Mark Van Vugt, psicólogo social evolucionista de la Universidad VU de Amsterdam (Holanda), destaca que la primera relación líder-seguidor que experimentamos en la vida es la que establecemos con nuestra madre, a la que seguimos de manera instintiva desde el momento del nacimiento, pero inmediatamente después aparece el padre, la otra gran referencia a imitar y seguir. 

Van Vugt ha observado que los niños que crecen sin una figura paterna cercana suelen manifestar problemas a la hora de adaptarse a las normas sociales y tienden a ser malos seguidores, ya que carecen de una referencia de autoridad clara. El reverso de este déficit es que, con frecuencia, los hijos de familias sin padre suelen ser buenos líderes, como es el caso de Barack Obama, Bill Clinton y Abraham Lincoln. Los estudios demuestran que las niñas que crecen sin la presencia paterna alcanzan la pubertad de forma prematura y acostumbran a mostrar mayores dificultades de integración que la media. Al llegar a los doce o trece años, la perspectiva que tienen sobre los varones es muy diferente a la que poseen las que vivieron su infancia con papá a su lado. 

Más drástico es el caso de los niños que son separados de sus padres biológicos al nacer y pasan sus primeros años de vida en orfanatos. Un estudio reciente realizado por investigadores de la Universidad de Yale (Estados Unidos) puso de manifiesto que los niños que crecen en centros institucionales presentan una serie de cambios en la regulación genética de sistemas vitales como la respuesta inmune y en mecanismos importantes para el desarrollo y la función del cerebro. Todo esto los hace más vulnerables a contraer problemas físicos y mentales.

Hoy sabemos que la estructura del hogar donde crecemos los primeros años afecta enormemente al diseño de nuestra arquitectura emocional: que no es lo mismo ser hijo único que tener hermanos, ni es igual ser el mayor o el último en nacer entre ellos, ni da lo mismo quién está en casa cuando llegan del cole. Contar con mamá y papá al alcance de la vista nos condiciona para el resto de nuestras vidas. Todo esto influye en lo que nos pasa por dentro.

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