Parafraseando
a Albert Einstein, podemos afirmar sin riesgo a equivocamos que la naturaleza
no se dedica a jugar a los dados. Nada de lo que sucede ahí afuera de forma
natural es casual o gratuito. Cada manifestación tiene su razón de ser, cada
accidente encierra su porqué y esto, que es fácil de medir en el entorno de la
física de partículas, funciona con similar eficacia en el terreno de la
biología y en el comportamiento de los seres vivos. No porta el caracol su
casita en espiral por capricho, sino porque cada sección de esa espiral representa
una cámara que el animal cerró a medida que iba creciendo; ni es azaroso que
las pipas de una flor de girasol se distribuyan siguiendo la perfecta pauta
geométrica que marca el número áureo, lo que le permite aprovechar mejor los
rayos del sol. De igual modo, no es forzada, ni responde a dogmas impuestos por la cultura la mayoritaria inclinación que manifiesta el
ser humano hacia la monogamia, o al menos hacia el mantenimiento de relaciones
monógamas sucesivas en el tiempo, a pesar de ser esta opción bastante
infrecuente entre los mamíferos, y ya no digamos en todo el reino animal.
Antropólogos,
primatólogos, paleontólogos, genetistas y biólogos evolucionistas han convenido
en afirmar que detrás de este instinto fiel del homo sapiens se esconden poderosas razones de
tipo evolutivo y morfológico. Dicho resumidamente: nacemos a medio hacer y son
necesarios dos adultos para garantizar la supervivencia del bebé. El grado de
fragilidad y vulnerabilidad con el que un recién nacido ve la luz por primera vez no se parece
al que manifiesta ninguna otra especie animal. Nosotros, ni rompemos el
cascarón y salimos piando detrás de la mamá gallina, ni somos capaces de
ponemos en pie como hace cualquier cuadrúpedo nada más abandonar el vientre
materno. Un bebé humano requiere de infinitas más atenciones que ningún otro
animal, y esto es así no por casualidad, sino debido a la elevada complejidad y
el mayor tamaño que tiene el cerebro humano respecto al del resto de mamíferos.
Precisamente, por ser criaturas más evolucionadas, nuestra fase de
entrenamiento y formación es necesariamente más lenta y prolongada en el
tiempo.
Al
final, detrás de esta historia sólo hay un prosaico asunto de huecos y espacios,
casi como si habláramos del maletero de un coche. A medida que nuestra
tendencia a mantenemos de pie se iba imponiendo a lo largo de la evolución, la
pelvis se estrechaba cada vez más, condición indispensable para sostener
erguido el tronco sobre las dos extremidades inferiores. La nueva estructura
ósea pélvica de las hembras homínidas suponía una mayor dificultad a la hora de
parir, pues el canal de salida de la cría era cada vez más estrecho. Esto
sucedía mientras el cerebro de los neonatos era cada vez mayor, proceso que se
disparó hace al menos dos millones y medio de años. ¿Cómo hacer pasar un cráneo
más voluminoso por un hueco menor? La evolución resolvió este problema tirando
por el camino de en medio: los bebés empezaron a nacer cada vez más
prematuramente, de modo que sus cráneos pudieran salir del vientre materno
antes de que aumentaran de tamaño. No olvidemos que la masa encefálica de un
recién nacido duplica su tamaño en los primeros meses de vida.
Necesariamente,
este estado precario de los neonatos exigía una mayor inversión de energía por
parte de sus cuidadores, una tarea demasiado grande para dejada en manos de uno
solo de los progenitores. De la presencia conjunta de la madre y el padre de la
criatura dependía su supervivencia. Al fin último -la propagación de los genes
propios-le traía a cuenta que empezáramos a vivir en pareja.
Esto es
lo que opinan Judith Lipton, psiquiatra del Swedish Medical Center de
Washington, y David Barash, psicólogo de la Universidad de Washington. Tras
estudiar cómo se organizan las parejas estables en el reino animal para
documentar su libro El mito de la monogamia, observaron que la variedad sexual
es algo que atrae a machos y a hembras, pero dedujeron que, probablemente, este
deseo ha evolucionado durante millones de años de selección natural cuando se
comprobó que encontrar pareja estable era beneficioso para ambos y, sobre todo,
para la futura crianza.
De lo
que se trata es de multiplicar todo lo que se pueda el propio mensaje genético,
pero también de hacerlo con las más óptimas garantías de supervivencia y
eligiendo siempre aquellos cruces genéticos que mejor van a poder adaptarse al
entorno. Con ser poco frecuente entre los mamíferos, la monogamia no es
exclusiva de los humanos. Pero si nos fijamos en el resto de especies que
también la practican, siempre encontramos fuertes razones de peso, en términos
de supervivencia genética, para elegir la vida en pareja estable frente al
cambio compulsivo de compañía.
En el caso
de los humanos, los beneficios de la monogamia para la crianza trascienden los
de la pura supervivencia. En estos primeros meses y años de vida es cuando el
recién llegado construye su plantilla afectiva, sobre la que se elevará todo el
edificio de emotividad con el que habrá de manejarse de adulto, y tener
presentes en esos momentos las referencias de las figuras materna y paterna
influye notablemente en su correcta adopción de patrones de comportamiento.
Mark Van Vugt, psicólogo social evolucionista de la Universidad VU de Amsterdam
(Holanda), destaca que la primera relación líder-seguidor que experimentamos en
la vida es la que establecemos con nuestra madre, a la que seguimos de manera
instintiva desde el momento del nacimiento, pero inmediatamente después aparece
el padre, la otra gran referencia a imitar y seguir.
Van
Vugt ha observado que los niños que crecen sin una figura paterna cercana
suelen manifestar problemas a la hora de adaptarse a las normas sociales y
tienden a ser malos seguidores, ya que carecen de una referencia de autoridad
clara. El reverso de este déficit es que, con frecuencia, los hijos de familias
sin padre suelen ser buenos líderes, como es el caso de Barack Obama, Bill
Clinton y Abraham Lincoln. Los estudios demuestran que las niñas que crecen sin
la presencia paterna alcanzan la pubertad de forma prematura y acostumbran a
mostrar mayores dificultades de integración que la media. Al llegar a los doce
o trece años, la perspectiva que tienen sobre los varones es muy diferente a la
que poseen las que vivieron su infancia con papá a su lado.
Más
drástico es el caso de los niños que son separados de sus padres biológicos al
nacer y pasan sus primeros años de vida en orfanatos. Un estudio reciente
realizado por investigadores de la Universidad de Yale (Estados Unidos) puso de
manifiesto que los niños que crecen en centros institucionales presentan una
serie de cambios en la regulación genética de sistemas vitales como la
respuesta inmune y en mecanismos importantes para el desarrollo y la función
del cerebro. Todo esto los hace más vulnerables a contraer problemas físicos y
mentales.
Hoy
sabemos que la estructura del hogar donde crecemos los primeros años afecta
enormemente al diseño de nuestra arquitectura emocional: que no es lo mismo ser
hijo único que tener hermanos, ni es igual ser el mayor o el último en nacer
entre ellos, ni da lo mismo quién está en casa cuando llegan del cole. Contar
con mamá y papá al alcance de la vista nos condiciona para el resto de nuestras
vidas. Todo esto influye en lo que nos pasa por dentro.
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