JORGE BUCAY.
Voy andando por un sendero.
Dejo que mis pies me lleven.
Mis ojos se posan en los
árboles, en los pájaros, en las piedras. En el horizonte se recorte la
silueta de una ciudad. Agudizo la mirada para distinguirla bien. Siento
que la ciudad me atrae.
Sin saber cómo, me doy cuenta
de que en esta ciudad puedo encontrar todo lo que deseo. Todas mis
metas, mis objetivos y mis logros. Mis ambiciones y mis sueños están en
esta ciudad. Lo que quiero conseguir, lo que necesito, lo que más me
gustaría ser, aquello a lo cual aspiro, o que intento, por lo que
trabajo, lo que siempre ambicioné, aquello que sería el mayor de mis
éxitos.
Me imagino que todo eso está
en esa ciudad. Sin dudar, empiezo a caminar hacia ella. A poco de andar,
el sendero se hace cuesta arriba. Me canso un poco, pero no me importa.
Sigo. Diviso una sombra negra,
más adelante, en el camino. Al acercarme, veo que una enorme zanja me
impide mi paso. Temo... dudo.
Me enoja que mi meta no pueda
conseguirse fácilmente. De todas maneras decido saltar la zanja.
Retrocedo, tomo impulso y salto... Consigo pasarla. Me repongo y sigo
caminando.
Unos metros más adelante,
aparece otra zanja. Vuelvo a tomar carrera y también la salto. Corro
hacia la ciudad: el camino parece despejado. Me sorprende un abismo que
detiene mi camino. Me detengo. Imposible saltarlo
Veo que a un costado hay
maderas, clavos y herramientas. Me doy cuenta de que está allí para
construir un puente. Nunca he sido hábil con mis manos... Pienso en
renunciar. Miro la meta que deseo... y resisto.
Empiezo a construir el puente.
Pasan horas, o días, o meses. El puente está hecho. Emocionado, lo
cruzo. Y al llegar al otro lado... descubro el muro. Un gigantesco muro
frío y húmedo rodea la ciudad de mis sueños...
Me siento abatido... Busco la
manera de esquivarlo. No hay caso. Debo escalarlo. La ciudad está tan
cerca... No dejaré que el muro impida mi paso.
Me propongo trepar. Descanso
unos minutos y tomo aire... De pronto veo, a un costado del camino un
niño que me mira como si me conociera. Me sonríe con complicidad.
Me recuerda a mí mismo... cuando era niño.
Quizás por eso, me animo a expresar en voz alta mi queja: -¿Por qué tantos obstáculos entre mi objetivo y yo?
El niño se encoge de hombros y me contesta: -¿Por qué me lo preguntas a mí?
Los obstáculos no estaban antes de que tú llegaras... Los obstáculos los trajiste tú.
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