domingo, 17 de septiembre de 2017

COMPARTIR EL DOLOR DEL PRÓJIMO.

  
El hambre desolaba la ciudad de Damasco… Ninguna lluvia caía del cielo sobre la seca tierra, los árboles se morían en los vergeles, las fuentes se agotaban, los bosques ya no tenían ni hojas ni frutos, las colinas estaban sin verdura y sin pájaros y los hombres se veían, por lo tanto, obligados a comer langostas.
En medio de esta general desolación, hallé a uno de mis amigos, gran personaje, lleno de honores y poseedor de una fortuna inmensa.
Sin embargo, ya no conservaba más que los huesos y la piel, por lo que hube de manifestarle mi sorpresa: “¿Qué accidente –le dije- te ha puesto en un estado tan lamentable?”
Y me respondió encolerizado:
-“¿No ves qué azote destruye la comarca? La miseria ha llegado a su apogeo, el cielo no deja caer la lluvia y la queda de los hombres no puede subir hasta el cielo”.
Yo le contesté:
-“¿Por qué te apuras? Tú eres rico y no puedes, como los demás, morir en la miseria?”
Mi amigo me dirigió entonces una mirada de lástima semejante a la que se dirige a los ignorantes.
-“El hombre de corazón –me dijo- no permanece en la orilla cuando sus compañeros son arrastrados por la corriente; no es el hambre lo que hunde mis mejillas y da a mi frente el color del marfil; es la angustia por aquellos a quienes la miseria consume. El sabio teme más el sufrimiento de los demás que el suyo propio y el hombre bueno debe siempre compartir el dolor de su prójimo. Cuando contemplo a mi alrededor a tantos desgraciados que perecen de hambre y de sed, tengo horror a los alimentos como se tiene horror al veneno.
Un jardín lleno de luz y de pájaros pierde todo su encanto, al pensar en el amigo que gime en una prisión húmeda y negra”. 
 

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