miércoles, 13 de septiembre de 2017

ORIGEN Y FORMACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO.

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En tiempos de Jesús existía ya una colección de libros judíos que componían lo que hoy llamamos el Antiguo Testamento o antigua alianza. Los cristianos, siguiendo a Jesús, aceptaron aquellos libros, pero ya no con valor en sí mismos, sino como preparación al Mesías (=el líder consagrado) que tenía que venir; es decir, los cristianos referían el contenido de aquellos libros a Jesús, que había sido el cumplimiento de las promesas. Por eso, muchas partes del A.T, como Ley Antigua, ya no valían para ellos, como Jesús mismo lo había declarado y lo había explicado san Pablo.

            Los cristianos, al principio, no tenían libros propios, pero citaban los dichos y los hechos de Jesús transmitidos, de palabra o por escrito, por los apóstoles y primeros discípulos; atendían, además a la guía que daba el Espíritu Santo a los grupos por medio de los profetas cristianos, es decir, de los hombres que recibían del Espíritu mensajes que transmitir a la comunidad. La fe no se basaba en libros, sino en el testimonio sobre Jesús y en la experiencia personal del Espíritu.

            San Pablo, que viajaba mucho, se mantenía en contacto por carta con las comunidades que había fundado, animándolas y aclarando o discutiendo ciertas cuestiones. Algunas de estas cartas se pasaban a otras comunidades para que las leyeran (Col 4,16); así se fueron copiando y quedaban coleccionadas. Otros apóstoles u hombres eminentes escribieron también cartas que han llegado hasta nosotros.

            No tardó mucho en sentirse la necesidad de conservar por escrito los dichos y hechos por Jesús, y algunos cristianos, en diferentes regiones, escribieron los libros que hoy llamamos “evangelios”, para recordar y mantener vivo en las nuevas comunidades el mensaje original. Uno de los autores, Lucas, añadió un segundo volumen (Hechos de los Apóstoles), contando la expansión del mensaje a partir de Palestina hasta Roma.

               Al ir muriendo los que habían conocido al Señor, se hizo más urgente recoger los escritos que habían transmitido el mensaje de Jesús y la experiencia de los primeros discípulos. Empezaron a constituirse colecciones (la de los evangelios, la de las cartas de Pablo). Los libros que circulaban eran más que los que ahora se incluyen en el Nuevo Testamento y hubo que decidir cuáles podían considerarse auténticos. Se eliminaron los evangelios falsos, que con pretexto de contar la vida de Jesús, hacían propaganda de ideas no cristianas. Se conservaron los escritos que se pensaba eran obra de apóstoles o de discípulos de los apóstoles.

              A fines del Siglo II, la colección reconocida comprendía ya los cuatro evangelios y los Hechos de los Apóstoles, las cartas de san Pablo (excepto Hebreos), la primera de Pedro (aunque aún era discutida en Roma), la primera de Juan y el Apocalipsis. Se siguió discutiendo en ciertos lugares acerca de Hebreos, Santiago, segunda de Pedro, segunda y tercera de Juan y la de Judas; en otros, en cambio, se admitían escritos eliminados después (Instrucciones para apóstoles, Pastor de Hermas, Apocalipsis de Pedro).

              En resumen: los grandes escritos del Nuevo Testamento, unos veinte, estaban unánimemente admitidos a fines del Siglo II. La colección que nos ha llegado quedó fijada definitivamente al finalizar el siglo IV. Casi todos los escritos que la componen pertenecen al Siglo I.

              Al fijarse la colección, los escritos, junto con los del Antiguo Testamento, formaron La Biblia, que no significa más que “Los Libros”. Aunque todo se llama “Sagrada Escritura”, no todos los libros tienen igual autoridad: el A.T hay que interpretarlo y juzgarlo a la luz de Jesús el Mesías. En cierto modo, el mismo principio vale para el N.T, pues no todos sus escritos contienen completo el mensaje de Jesús ni se escribieron en las mismas circunstancias. Los únicos autores que pretendieron exponer íntegro el mensaje o, al menos, lo esencial del mensaje, fueron los evangelistas, y a ellos hay que recurrir para comprenderlo. De ahí la particular autoridad y veneración de que han gozado en la Iglesia los evangelios. Los demás autores muestran algo de la vida y problemas de los grupos cristianos y explican aspectos del mensaje, tratándolos de manera teológica o en sus aplicaciones prácticas. Algunos escritos, sin embargo, consideran situaciones muy particulares y casi se limitan a cuestiones de organización o de polémica (1 y 2 Timoteo, 2 Pedro, Judas).

             Como de costumbre, es san Juan quien da en el clavo y aclara la cuestión: la Palabra de Dios es Jesús, Mesías e Hijo de Dios; su persona es el mensaje. Los escritos que poseemos son testimonios más o menos cercanos sobre el único que es el camino, la verdad y la vida.

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