Se hallaba un elefante bañándose tranquilamente en un remanso, en mitad de la jungla, cuando, de pronto, se presentó una rata y se puso a insistir en que el elefante saliera del agua.
“No quiero”, decía el elefante. “Estoy disfrutando y me niego a ser molestado”.
“Insisto en que salgas ahora mismo”, le dijo la rata.
“¿Por qué?”, preguntó el elefante.
“No te lo diré hasta que hayas salido de ahí”, le respondió la rata.
“Entonces no pienso salir”, dijo el elefante.
Pero, al final, se dio por vencido. Salió pesadamente del agua, se quedó frente a la rata y dijo:
“Está bien; ¿para qué querías que saliera del agua?”.
“Para comprobar si te habías puesto mi bañador”, le respondió la rata.
Es infinitamente más fácil para un elefante ponerse el bañador de una rata que para Dios acomodarse a nuestras doctas ideas acerca de Él.
“No quiero”, decía el elefante. “Estoy disfrutando y me niego a ser molestado”.
“Insisto en que salgas ahora mismo”, le dijo la rata.
“¿Por qué?”, preguntó el elefante.
“No te lo diré hasta que hayas salido de ahí”, le respondió la rata.
“Entonces no pienso salir”, dijo el elefante.
Pero, al final, se dio por vencido. Salió pesadamente del agua, se quedó frente a la rata y dijo:
“Está bien; ¿para qué querías que saliera del agua?”.
“Para comprobar si te habías puesto mi bañador”, le respondió la rata.
Es infinitamente más fácil para un elefante ponerse el bañador de una rata que para Dios acomodarse a nuestras doctas ideas acerca de Él.
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