“Usted perdone”, le dijo un pez a otro, “es usted más viejo y con más experiencia que yo y probablemente podrá usted ayudarme. Dígame: ¿dónde puedo encontrar eso que llaman Océano? He estado buscándolo por todas partes, sin resultado”.
“El Océano”, respondió el viejo pez, “es donde estás ahora mismo”.
“¿Esto? Pero si no es más que agua…
Lo que yo busco es el Océano”, replicó el joven pez, totalmente decepcionado, mientras se marchaba nadando a buscar en otra parte.
Se acercó el Maestro, vestido con ropas sannyasi y hablando el lenguaje de los sannyasi: “He estado buscando a Dios durante años. Dejé mi casa y he estado buscándolo en todas partes donde Él mismo ha dicho que está: en lo alto de los montes, en el centro del desierto, en el silencio de los monasterios y en las chozas de los pobres”.
“¿Y lo he encontrado?, le preguntó el Maestro.
“Sería un engreído y un mentiroso si dijera que sí. No; no lo he encontrado. ¿Y tú?”.
¿Qué podía responderle el Maestro? El sol poniente inundaba con sus rayos de luz dorada. Centenares de gorriones gorjeaban felices en el exterior, sobre las ramas de una higuera cercana. A lo lejos podía oírse el peculiar ruido de la carretera. Un mosquito zumbaba cerca de su oreja, avisando que estaba a punto de atacar… Y sin embargo, aquel buen hombre podía sentarse allí y decir que no había encontrado a Dios, que aún estaba buscándolo.
Al cabo de un rato, decepcionado, salió de la habitación del Maestro y se fue a buscar a otra parte.
Deja de buscar, pequeño pez. No hay nada que buscar. Sólo tienes que estar tranquilo, abrir tus ojos y mirar. No puedes dejar de verlo.
“El Océano”, respondió el viejo pez, “es donde estás ahora mismo”.
“¿Esto? Pero si no es más que agua…
Lo que yo busco es el Océano”, replicó el joven pez, totalmente decepcionado, mientras se marchaba nadando a buscar en otra parte.
Se acercó el Maestro, vestido con ropas sannyasi y hablando el lenguaje de los sannyasi: “He estado buscando a Dios durante años. Dejé mi casa y he estado buscándolo en todas partes donde Él mismo ha dicho que está: en lo alto de los montes, en el centro del desierto, en el silencio de los monasterios y en las chozas de los pobres”.
“¿Y lo he encontrado?, le preguntó el Maestro.
“Sería un engreído y un mentiroso si dijera que sí. No; no lo he encontrado. ¿Y tú?”.
¿Qué podía responderle el Maestro? El sol poniente inundaba con sus rayos de luz dorada. Centenares de gorriones gorjeaban felices en el exterior, sobre las ramas de una higuera cercana. A lo lejos podía oírse el peculiar ruido de la carretera. Un mosquito zumbaba cerca de su oreja, avisando que estaba a punto de atacar… Y sin embargo, aquel buen hombre podía sentarse allí y decir que no había encontrado a Dios, que aún estaba buscándolo.
Al cabo de un rato, decepcionado, salió de la habitación del Maestro y se fue a buscar a otra parte.
Deja de buscar, pequeño pez. No hay nada que buscar. Sólo tienes que estar tranquilo, abrir tus ojos y mirar. No puedes dejar de verlo.
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