Como
ciudadanos de un estado aconfesional y con libertad religiosa, nos
parece inimaginable que se pueda dar con los huesos en la cárcel, o
incluso en la fosa, por el simple hecho de poner un árbol de Navidad en
casa. Sin embargo, en los países donde no hay separación de Iglesia y
Estado, donde los gobernantes son también sumos sacerdotes, un simple
recuerdo de esas fiestas puede representar una ofensa a un profeta o un
dios, lo que a veces conlleva severísimos y no siempre bien tipificados
castigos.
En Cuba, y sobre todo a raíz de la vorágine que generó la última visita del papa Juan Pablo II, ya han dejado de encarcelar a
quien celebre -eso sí, de forma discreta- el nacimiento de Jesús, pero
muchas comunidades cristianas que trabajan en países islámicos, como Arabia Saudí, Irán o Malasia, denuncian que reciben presiones para no hacerlo.
Por ejemplo, algunos afectados han llegado a revelar que la Muttawa -la
policía religiosa saudí- interviene los teléfonos para evitar y
reprimir las simples felicitaciones entre los trabajadores extranjeros
de las plataformas petrolíferas. El castigo puede ser la deportación o,
incluso, la cárcel.
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